Arco iris y monstruos

No nos damos cuenta de los verdaderos fantasmas hasta que los vemos. Siempre es así. Da igual lo que hagamos. Si no nos los encontramos de frente, no sabemos que existen. Y no hablo de los fantasmas propios.

Mi hermano pequeño ha sido siempre como un arco iris. Brillaba más en los días de lluvia. Él creaba su propio sol y lucía fuerte y colorido. Saltaba, bailaba, dibujaba simpáticos animalitos, te hacía reír con cualquier tontería que se inventara. Era color violeta, suave y dulce. Aquel tono que se asocia con la magia. Con el entusiasmo y la ilusión.

Me gustaba hacerle de rabiar, pero no fue sino en una de esas ocasiones cuando lo descubrí. Su secreto. Aquel temor terrible.

Se estaba bañando. Papá siempre tenía que forcejear con él para que se duchara. Era arco iris, pero el agua le daba tirria por alguna razón. A veces gritaba que no se iba a meter en el plato de ducha jamás. Entonces era cuando empezaban a negociar. Papá solía acabar cediendo a subirle al baño grande y llenarle la bañera hasta los topes y echarle sales de color púrpura. Era su color.

Podía oírle jugar con su dinosaurio de plástico y chapotear al otro lado de la puerta. Como he dicho, me gustaba hacerle de rabiar, así que le apagué la luz conteniendo una carcajada. Volví a encenderla y abrí la puerta para decirle que se iba a quedar arrugado como un viejecito. Pero al recibir el vapor sofocante, no le vi en la bañera. Estaba llena. De color púrpura. Flotaba su dinosaurio de plástico. Pero él no estaba.

Salí de nuevo, apagando la luz, creyendo haberme vuelto loco porque había escuchado claramente cómo jugaba. ¿Quizá se había escondido tras la puerta y no le había visto?

―Enciéndeme la luz, por favor ―escuché un gemido lastimero.

Hice caso y volví a abrir. Ahí estaba él, dentro de la bañera, con su dinosaurio en las manos y con dos churretones de lágrimas recorriendo sus mejillas rosadas.

―¿Dónde estabas? ―pregunté aturdido.

Él negó, echándose a temblar.

―La luz del baño se apaga a veces y salen monstruos ―susurró sin mirarme.

―¿Cómo monstruos? Alec, he abierto la puerta y no estabas en la bañera. Te lo juro.

Me miró con los ojos como platos, aterrorizado.

―No me vuelvas a apagar la luz, por favor.

Flechas invernales

Era un hueco estrecho y nevado entre dos montañas, que caía como cae el pájaro herido. La grieta no era tan ancha, así que hasta ahí habían llegado los gritos, la sangre y el acero. Los había detenido, empujado al suicidio que era enfrentarse contra enemigos tan numerosos.

El paso de los días y de las batallas habían ensuciado el blanco manto y habían desperdigado espadas, escudos, banderas y cuerpos por aquel reducido valle.

Y allí fue también donde pereció, atravesado por flechas. De nada le sirvió la coraza, aquella armadura que siempre llevaba encima, como si fuera una cantimplora de agua. Para él era tan necesaria como el aire.

En su rostro, se reflejaba una tristeza terrible. El peor de los sentimientos, el de la derrota. El de la huída de la esperanza y de la valentía, de todo por lo que un día sintió que luchaba. Sus alas, enredadas y partidas, sucias y arañadas, no le pudieron sacar de la emboscada. Sucumbió con la virulencia de un viento huracanado: sin verlo venir, de golpe.

Podría ser esa una buena metáfora. Que había muerto en una batalla entre seres celestiales, pero no era así. No existen. Aquí las armas son las palabras. Ellos habían acabado con su vida. De él siempre habían cogido sus sonrisas, su calor, y habían deshechado sus inviernos. Detestaba a la gente que solo quería sus primaveras: flores, días soleados, poesía y buen humor. Eso no era amor. Eso nunca crecería ni enriquecería.

Pero ahora, que cuento esto, no existo. No para él. De nada sirven mis caricias, mi empeño. Le han destruído.

Había caído en su propia grieta, en su vacío. Aunque yo hubiera construido murallas, habría ocurrido igual. Lo he intentado todo, pero no he podido protegerle. Ya no puedo salvarle.

Las palabras son más afiladas que las flechas. Desangrado, mi ser celestial ya no deseaba volver a mirar hacia arriba. Pues el dolor había llegado y le atravesaba de lado a lado.

Tritón

Él decía que yo era su Bailarina, pero él, aunque no lo sabía, era mi Tritón. Un ser mitológico capaz de aguantar la respiración por mí. Sé que ha tenido que cambiar para poder acercarse y protegerme, porque en mis vueltas me perdía y me encontraba en un entorno completamente ajeno. Y él, siempre, conseguía dar conmigo.

A veces hacía que no le veía. Le dejaba con la satisfacción de ver sin ser visto. Sabía que le gustaba cuando me sentía libre, porque pocas veces realmente lo sentía. Desplegaba mis pies en aquella colina bajo la luz de la luna y volaba. Me dejaba llevar por la brisa, la música que no sonaba, mi corazón que latía.

Quizá fuera egoísta al llegar el día, pues la magia escapaba de mis dedos, de mis pies. Me abandonaba en una realidad que me comía. Entonces corría hacia él como una ola letal, a sus brazos, a sus ojos, a sus manos siempre alerta para atraparme si caía. Y en mi impulso, sabía que a él también le arrastraba bajo el agua. Bajo las olas de lo que intentaba consumirme. Golpeándole con el vaivén terrible de mi tormenta.

Por eso mi hermano era mi tritón. Me mantenía a flote y me dejaba en ese montículo para verme bailar. Siempre unos pasos más atrás, oculto por unos árboles. Viendo sin ser visto.

Lo que él no sabía, era que su sonrisa iluminaba por entero el cielo nocturno. Y, así, mi noche era día y yo me recargaba con la energía que me proporcionaba ese pequeño sol.

Bailarina

Embelesada, Bailarina miraba el skyline de Madrid. Subida en aquel monte alejado del mundo se sentía protegida, a salvo de los demás. Con el mundo en silencio. Observaba las luces de los hogares donde familias, parejas y seres de otros lugares compartían un ratito de existencia junto a la mesa o al sofá. Ajenos al ruido. Cada uno con sus alegrías, sus miedos y sus sueños. Con sus tropezones y caídas. Con su vuelta a empezar. Le gustaba mirarlos desde aquel lugar privilegiado que había descubierto, casi por casualidad, una noche de sobrecarga. Observarlos y con ello sentir la libertad de imaginar su propio destino, olvidarse de la tristeza que en los días grises enmarañaba todo.

Se removió en el banco y con la mirada puesta en el horizonte, dejó que sus pensamientos volaran. Tristeza, felicidad, miedo… porque todo iba de eso, ¿no? Así se llamaba el juego, sentir. Ante esta idea, exhaló el aire de sus pulmones y confirmó la ecuación. Necesitaba moverse, recargarse, respirar de nuevo. Desentumeció sus músculos y en la oscuridad del montículo comenzó a mover los pies, muy despacio, con dulzura, sintiendo la música en su interior. Consciente de sus movimientos, cerró los ojos y se entregó a aquella pasión que nadie entendía. Aquella danza nocturna que iluminaba su presente.

Bajo aquel manto de estrellas y tan sólo agazapado unos metros más atrás, no pudo contener una sonrisa. Bailarina no sabía que su vaivén había tocado un alma con los dedos, desprendiendo luz con cada movimiento. Adoraba a su hermana. Sabía que aquél extraño baile era su vía de escape y sin querer importunarla, todas las noches se escapaba para estar a su lado, siempre unos pasos más atrás. Durante las horas de sol se limitaba a abrir los brazos para que Bailarina corriese a refugiarse en ellos. La salvaje y oculta cascada tras el bosque, el rayo que precede a la tormenta. Así era ella. Salvo en aquellas huidas nocturnas. Cual vampiro esperaba a la luz de la luna para encontrarse con su verdadero yo, el que no se escondía de la mirada de los demás. La Bailarina real. Y observar esa paz, amparado por el abrigo de la noche, era el acto más egoísta que cometía. Pero no lo podía evitar. Cuando la luz se iba y acudía a su escondite secreto, llenaba de fuerza su corazón hasta el día siguiente. Cuando ella, para poder continuar, lo apretaba con la misma pasión que le ponía a su mágica danza.

 

Creaciones a golpe de letra

No había visto jamás a otra criatura semejante, pero ahí estaba. Melena oscura por los hombros descubiertos, mirada curiosa e intensa, labios inconformistas y un cuello esbelto decorado con multitud de collares; así que no había sido extraño que se fijara en ella si cada vez que se daba la vuelta en aquel taburete frente a la barra se oía el golpeteo de las cuentas.

Y ahí estaba él. Con las gafas apretadas en el puente de la nariz, de olor penetrante a papel y tinta, con un traje claro que le quedaba algo grande. Había pedido una copa de vino mientras observaba agazapado en la esquina de la cafetería, libreta en mano y aguzando sus sentidos. En especial el de la vista y el oído.

Algo tuvo que llamar su atención poderosamente, porque cuando sus ojos se encontraron, ninguno fue capaz de despegarlos.

Ella le dedicó la más grandilocuente de las sonrisas, y se le acercó con una seguridad mal camuflada. Creía que, con aquella nueva blusa, podía conseguir lo que se propusiera, por eso se atrevió a hablarle. De otro modo, no habría podido sentarse en aquella mesa apartada y casi escondida del resto. Aunque, sin duda, proporcionaba la mejor de las vistas. Desde esa posición privilegiada, podías ver casi sin ser visto.

Por eso él estaba ahí, para verla a ella. A la que revivía cada vez que bajaba la vista y apuntaba en su hoja llena de garabatos, de letras juntas, tan prietas que parecía que no había espacios.

Lo que nunca dejaría era que ella echara un vistazo a su libreta, porque si lo hiciera, desaparecería. Él no podía permitir que algo como ella, no existiera, aunque en realidad, fuera cosa de su imaginación.

En ese momento, volvió su bolígrafo al papel y decidió que, la cafetería en la que estaban, sería un restaurante con música en directo y con mesas separadas por biombos. Ella, entonces, al ver su halo de misterio, su mirada deseosa de su cuerpo, su mente llena de preguntas sobre la suya, se lanzaría a besarle hasta llegar a su alma…

Se secó los ojos, húmedos como cada noche. Vaciándolos de fantasías, de historias que inventaba, de personajes que se preocupaban, de familia que no existía.

El niño pájaro

La guerra nunca ha traído nada bueno. Destroza vidas, deconstruye personas, consume, transforma. Los niños que sobrevivieron jamás serían niños, todo eso explotó en una nube de humo. Esa etapa se perdería, la alegría se escondería cada vez más hondo en sus corazones. La infancia moriría.

Sin embargo, había algo que les hacía girar sus rostros por las calles arrasadas. Un instante en el que la comisura de sus labios se dilataban en una mueca parecida a una sonrisa. Y era al verle.

Le llamaban el niño pájaro.

Sus piernas huesudas parecían alambres, justo como las patas de un gorrión. Estaba tan delgado, que sus costillas sobresalían como si fueran la panza de un polluelo. Sus rasgos alargados, junto con su nariz prominente le daban la comicidad de parecer que tuviera un pico. Y esa capa hecha de plumas que solía llevar ondeando al viento mientras corría, le hacían parecer un pájaro de verdad. La había hecho con las plumas de todas las aves que habían perecido. Sus padres tenían una granja de gallinas negras que sucumbieron, al igual que sus progenitores.

De pronto un día, el último antes de la rendición, se quedó huérfano.

Algunos decían que aquello le trastocó la mente, que se convirtió en un animal por falta de unos ejemplos y de una educación. Que le volvió loco la hambruna que duró varios días hasta que se dio cuenta de que nadie iba a cuidar de él. Que algún gas tóxico le había dotado de doble personalidad, y que una de ellas era la de un mago. Unos creían ver en él perfectamente al pájaro que simulaba. Decían que le habían visto volar, que habían sido testigos de su transformación. Otros, no se creían una palabra y giraban el cuello cuando lo veían. Como si la ignorancia pudiera borrar aquella imagen, enterrarla en la tierra junto con su poca cordura.

Un día, se le dejó de volver a ver. Nunca se sabría qué pasó con él. Los más místicos dirían que abrió las alas y llegó volando hasta el cielo para reunirse con sus padres. Los más realistas dirían que caería por algún barranco o moriría de frío.

Los niños, sin embargo, si alguien se hubiera acercado a alguno, si alguien les hubiera preguntado, habrían esbozado una sonrisa o se les habría escapado una carcajada. Si le hubiesen preguntado a la niñita de pelo rizado y ojos tristes que pedía todos los días en la puerta de la pequeña parroquia, se habría cubierto la boca sin dientes. Sus ojos habrían brillado con la luz de la inocencia, aquella virtud perdida, y les habría mirado pidiéndoles que se acercaran, como si fuera a contarles un secreto. Entonces, ella habría susurrado que el niño pájaro había desaparecido conjurando su magia. Se había ido de la mano de otros niños pájaro a su verdadero hogar. Uno donde todos son aceptados, donde se les quiere, donde ríen, donde pueden ser, al fin, felices.

Lengua equivocada

Salí de clase con la extraña sensación de lo improbable, de aquella oportunidad fallida que te da la vida, del azar ante que ya hubiese llegado a la parada y que, quizá, hubiese cogido ya el autobús.

Llegué con la lengua fuera y el corazón contoneándose en mi pecho a ritmo de salsa. Cogí aire y solté mi decepción al no ver a nadie esperando. Me detuve finalmente y me apoyé en la parada de mal humor. Me observé los pies maldiciendo otro día en el que la suerte no había estado de mi lado. Si el profesor Trevor se hubiese dado más prisa en explicar el trabajo…

Entró en mi campo de visión la figura de alguien más que se acercaba. No era nunca la única persona que cogía ese autobús. Sin embargo reparé que aquella sí que era la persona por la que había corrido hasta allí. Cabizbaja, tapándose con el flequillo y con expresión neutra. Si levantara más lo ojos, el mundo podría ver lo bonitos que los tenía. De pestañas oscuras y pecas que surcaban su nariz y sus mejillas. A su espalda, una mochila roja que parecía pesar. Ese día yo no llevaba material, así que se me ocurrió que podía ofrecerme… Se puso a mi lado sin inmutarse. ¿Cómo era capaz de no ver que estaba mirando hacia allá?

Volví la vista al frente y sentí mi valor menguar. Negué reprochándome haber pensado que podría fijarse en mí, que podría empezar una conversación. ¿Para qué tanto esfuerzo si ni siquiera me había mirado una sola vez? Porque coincidíamos cada día y, las pocas veces que su mirada y la mía se cruzaron, sentí que saltaron chispas. Porque hacía una semana me había sonreído al ceder mi puesto para que subiera primero. Porque el corazón me dolía de angustia al no saber siquiera su nombre.

Apreté los puños, dejando que el momento heroico penetrara por mis poros y llegara a mi sangre. Ese era el día. Me había preparado para ello. Me giré para enfrentar su mirada. Había estado practicando frente al espejo. Esperaba hacerlo bien.

La música en mis oídos estaba increíblemente alta, como cada día. Benditos auriculares de última generación. Aislaban cada sonido y desde fuera no se filtraban las notas incómodas para quien no las quisiera oír. No me gustaba ver el desdén en los ojos de la gente que se ponía a mi lado, ni sus muecas de disgusto.

Mi introversión era una lacra que me acompañaba y se agarraba a mi pierna como una sombra. Si tan solo tuviera un mundo interior maravilloso… Pero no merecía la pena mi propio silencio. Pasaba tan desapercibido como un fantasma.

La mochila me pesaba más que de costumbre porque llevaba varios libros de la biblioteca para un trabajo donde necesitaba demasiada documentación. A veces odiaba de veras haber escogido esa carrera.

Captó mi atención el chico que esperaba en la parada conmigo. Siempre era el mismo. Parecía que necesitaba ayuda porque gesticulaba en mi dirección. Me quité uno de los auriculares.

―Disculpa, no sé lengua de signos ―vocalicé lo mejor posible.

Él se quedó sumamente sorprendido. Tenía un rostro muy equilibrado. Los colores de sus mejillas encendidas me enternecieron.

―Será posible ―exclamó―. Pensaba que eras sordo. ¿Y ahora para qué me sirve a mí haber aprendido esto?

―Espera, ¿pensabas que era sordo?

Apagué la música y guardé los cascos.

―Alguna vez te he saludado y no me has dicho nada ―Su cara enrojeció como un tomate―. Pensaba que no podías oír. ¿Cómo iba a saber que llevabas auriculares por bluetooth?

―Lo… siento.

Me quedé en silencio mientras él se reía de sí mismo.

―¿Has aprendido algunos signos por mí? ¿Para hablar conmigo? ―pregunté finalmente. Él asintió con una amplia sonrisa que ocultaba su vergüenza―. Pues gracias.

―No hay de qué. Solo quería saber quién eras. Nos vemos siempre en el autobús y parece que nos ignoremos. Y vivimos bastante cerca. A una parada de distancia.

―Lo sé… ―murmuré mirando hacia mis pies―. Soy muy tímido. Demasiado como para tener iniciativa.

―Podríamos haber tomado algo algún día si me hubieses dado alguna muestra de interés…―Se rascó la nuca.

Le miré perplejo. ¿Eso estaba ocurriendo de verdad? ¿Me estaba ocurriendo a mí? Mi corazón latió frenético. Jamás había sentido la adrenalina recorrer mi cuerpo y subir hasta mi lengua. Se apoderó de mí un valor repentino:

―Tengo interés ―dije tragando saliva―. Sobre todo por la persona que se ha tomado la molestia de aprender lengua de signos solo por decirme hola.

Cuando el autobús llegó a la parada frente a la universidad, solo bajaron un par de personas y nadie subió esta vez.

Eurus

Juguemos a un juego, a uno de esos que a mí me enloquecen y a ti te ponen de los nervios.
Juguemos a que he encerrado dentro de mí un secreto, uno oscuro y siniestro.
Finjamos que mis costillas son la caja fuerte, y la llave un desgastado hueso.
Finjamos que alguien puede perecer si no lo desvelas, si no abres mi cuerpo.

Mantienes fija tu mirada, sin comprender, pero ya irás comprendiendo.
Mantienes tensa la mandíbula, pues se va haciendo hueco un pensamiento.
Y te adelantas, llamándome loca, al fin hablas mostrándote no tan cuerdo,
Y me golpeas contra la pared, con tu mano en mi garganta, levantándome del suelo.

Me miras con tu corazón frenético latiendo en mis oídos, alborozando mi pecho.
Me miras con la determinación de matarme, de lanzarme por los cielos.
Pero no sabes aún que ya eres mío, que eres parte de mi juego.
Pero no sabes que en realidad, soy yo quien está agarrando tu cuello.

Far Away

Otra vez aquel sueño terrible, en el que te vas y yo me quedo. He empezado a tenerlos hace muy poco tiempo, pero se repiten como el traqueteo de un tren que no se detiene. Sé que es inminente que vas a desaparecer de mi lado, y eso me tiene intranquila. Sopeso las posibilidades de lo extraordinario y los milagros, pero son ínfimas. Polillas que han sucumbido al contacto con aquella luz que les ha llevado a su fin.

Me pregunto si tú también tienes pesadillas en las que me pierdes. Si sientes el dolor inmenso que cargo en mi pecho y que me mantiene vagando en pena durante estos últimos instantes.

No sé cuándo ocurrirá, pero creo que dejaré de respirar. A veces me tiemblan las manos de pensar que no van a volver a tocarte.

Así que he atrapado tus dedos y me los he llevado a los labios. Me dan igual el resto. Que nos miren. Que murmuren. Qué más da. En este momento, en este lugar, a pesar de no reconocer absolutamente nada de mi alrededor, de no saber si es de día o de noche, no podía aguantar más las palabras atravesadas en mi garganta y te he dicho que te quiero. Que no te has ido y ya te echo de menos. Que no quiero despertarme de este sueño. Que no quiero estar tan lejos que no pueda siquiera recordar tu rostro. Sé que no puedo pedirte que me esperes, que es muy tarde para intentar planear una posibilidad juntos. Por eso te he repetido que te quiero.

Y entonces

me has besado.

El castillo de la colina

Con zancadas largas y presurosas, sus pies embutidos en unas botas de goma negras ascienden por la ladera de la colina. La hierba, bajo sus pasos, se comba. Como si por propia voluntad se tumbara al sol y quisiese broncearse. O como si se inclinara ante la presencia de un rey que vuelve al reino tras una ardua batalla y una gloriosa victoria.

Pero Selene, a pesar de regresar, no siente que haya nada glorioso en haber dejado pasar tanto tiempo para volver. Para situarse en aquella ladera que sintió sus primeros pasos y los últimos. En la que bajan a una velocidad pasmosa los miles de recuerdos, tan nítidos como si pudiera ver cada una de las veces que Leo, Santi, Laura y ella se dejaron caer rodando por la hierba.

Aquellos amigos habían quedado atrás al mismo tiempo que ella le dio la espalda a la colina. Justo a aquella colina, la que sostenía el castillo. Un armatoste derruido que había perdido su forma. A través de uno de los boquetes abiertos en uno de los tejados, se filtraba un rayo de un intenso naranja. El atardecer siempre jugó con ella, y aún hoy la saluda con intensidad, como si la reconociera.

No niega que le gustaría regresar a aquel tiempo. En el que no tenían respuestas, dado que sus preguntas eran infinitas. En el que se sentaban a merendar, a jugar, a beber hasta altas horas de la madrugada. El aire arrastraba aquel olor familiar, fresco y lleno de añoranza. Echaba en falta a sus fantasmas, la inseguridad y la temeridad. Incluso si pudiera regresar al momento en el que se rompió la pierna con 15 años, habría dado cualquier cosa.

Porque había regresado a aquellos años conforme subía por las amplias carreteras, como si hubiese dado un salto en el tiempo. Pero sola. Como si hubiese dado a parar a un pueblo fantasma.

Descendió la ladera con el sol perdiéndose, rindiéndose. Llevándose con él su calor, los buenos recuerdos, la vez en la que allí le rompieron el corazón, su primer beso, los pasos inciertos, las risas, los sustos, las confidencias a media voz, la forma en que la juventud la hizo sentir.