Flechas invernales

Era un hueco estrecho y nevado entre dos montañas, que caía como cae el pájaro herido. La grieta no era tan ancha, así que hasta ahí habían llegado los gritos, la sangre y el acero. Los había detenido, empujado al suicidio que era enfrentarse contra enemigos tan numerosos.

El paso de los días y de las batallas habían ensuciado el blanco manto y habían desperdigado espadas, escudos, banderas y cuerpos por aquel reducido valle.

Y allí fue también donde pereció, atravesado por flechas. De nada le sirvió la coraza, aquella armadura que siempre llevaba encima, como si fuera una cantimplora de agua. Para él era tan necesaria como el aire.

En su rostro, se reflejaba una tristeza terrible. El peor de los sentimientos, el de la derrota. El de la huída de la esperanza y de la valentía, de todo por lo que un día sintió que luchaba. Sus alas, enredadas y partidas, sucias y arañadas, no le pudieron sacar de la emboscada. Sucumbió con la virulencia de un viento huracanado: sin verlo venir, de golpe.

Podría ser esa una buena metáfora. Que había muerto en una batalla entre seres celestiales, pero no era así. No existen. Aquí las armas son las palabras. Ellos habían acabado con su vida. De él siempre habían cogido sus sonrisas, su calor, y habían deshechado sus inviernos. Detestaba a la gente que solo quería sus primaveras: flores, días soleados, poesía y buen humor. Eso no era amor. Eso nunca crecería ni enriquecería.

Pero ahora, que cuento esto, no existo. No para él. De nada sirven mis caricias, mi empeño. Le han destruído.

Había caído en su propia grieta, en su vacío. Aunque yo hubiera construido murallas, habría ocurrido igual. Lo he intentado todo, pero no he podido protegerle. Ya no puedo salvarle.

Las palabras son más afiladas que las flechas. Desangrado, mi ser celestial ya no deseaba volver a mirar hacia arriba. Pues el dolor había llegado y le atravesaba de lado a lado.

Injusticia

A veces el suelo cruje bajo nuestros pies, como si hubiésemos llegado de pronto a un invierno y el lago en el que flotábamos se hubiese congelado. Cruje como si la capa de hielo no fuese lo suficientemente gruesa. Ese eco que retumba al agrietarse nos sacude por dentro y despierta todas las palabras de ruego que conocemos. No queremos caer. No queremos que nuestro mundo se rompa. Pero, inevitablemente, a veces lo hace y nos lanza a la incertidumbre, a la desolación, al vacío.

Y pensamos que la vida no es justa. Que siempre está preparada para el golpe. Para dar. Para arrebatar y dañar.

Quizás sí que esté siempre preparada. Pero no solo para borrar un día del calendario, si no para regalar, a veces, uno más.

No cruces la línea

Había nevado durante toda la noche, así que la plaza estaba cubierta de un manto blanco brillante. Sin embargo aquella franja negra quedaba a la vista, dividiendo las dos partes de la ciudad. El pequeño Klaus, con su pelo cortísimo y rubio, y sus grandes ojos azules, había salido despavorido de la escuela para poder jugar con la nieve que había visto desde las ventanas. Él vivía en la parte más amplia, la plaza que quedaba al otro lado era apenas del ancho de una acera.

Divisó a una niña mayor que él observándole quieta, pegada a la pared de la estrecha calle que daba a aquella diminuta porción de terreno. Klaus levantó la mano, envuelta en sus manoplas azules claro y sonrió. Tenía la nariz y las mejillas rojas del frío, pero eso le divertía. Sentía la piel extraña cuando se la tocaba, como adormilada.

Se acercó a la línea divisoria. Medía unos 30 cm de ancho, y su longitud no alcanzaba la vista. Era una enorme cicatriz cuyos lados no eran paritarios. La desigualdad era evidente. Otros niños aparecieron en la plaza, a espaldas del pequeño y comenzaron a jugar lanzándose nieve, haciendo muñecos tan blancos como sus dientes de leche y riendo a carcajadas.

Pero Klaus no les prestaba atención. Sus ojos, que parecían el océano, observaban a la niña del otro lado de la línea. Llevaba un abrigo gris y un gorro de lana con orejeras que caían sin gracia aplastando su melena castaña. Al cuello, como una serpiente escuálida, se disponía una bufanda de punto grueso por el que se colaba el frío viento.

El niño sabía que estaba prohibido cruzar aquella franja. El simple hecho de no haber quedado cubierta de nieve ya era un presagio. Cuando iba con su padre no le dejaba ni siquiera mirar hacia el otro lado. No entendía por qué los mayores hacían que no existía. Como si hubiese una pared.

«Hola», saludó Klaus.

La niña se acercó con cautela, adentrándose en su reducida plaza de nieve virgen. Miró a ambos extremos de la calle antes de aproximarse más. Se quedó a un metro de la línea y observó a los niños del otro lado.

«Juega con nosotros», le dijo Klaus sonriéndole.

«No puedo», contestó ella. «Está prohibido cruzar la línea».

Klaus bajó los ojos a la franja negra y apretó sus finos labios. Los tenía congelados. Entonces alzó su mirada traviesa y plantó su zapato en la franja. Los dos esperaron un instante conteniendo la respiración para ver si algo ocurría. Y como todo seguía igual, Klaus cruzó al otro lado, rodeó a la niña riendo y regresó poniéndose en frente de nuevo.

«¿Ves? Puedes venir».

Ella alzó el brazo y le rozó la nariz enrojecida. No le dio tiempo a pronunciar nada, aunque abrió la boca para hablar. Aquel gesto tan inocente, fue lo que acabó con su vida. Cayó de espaldas, fulminada por una bala que vino de algún lugar. Klaus se apartó de la línea con los ojos como platos, contemplando el horror, el verdadero horror de quien no entiende la desigualdad. El por qué para unos hacer algo prohibido no tiene consecuencias y para otros les supone su fin.

Cambio de estación

Levantó la mano y cayeron sobre su palma unas gotas de agua. A su derecha, el cristal estaba empañado. Al otro lado, el mundo se distorsionaba en formas ondulantes y colores como la nieve.

Posó su mano sobre el cristal, notando un frío impropio. Casi se le quedó pegada, semi congelada en aquel gran fragmento que bien podría ser de hielo. Porque no había abandonado su casa en unos segundos, ¿no? Seguía en el baño de su casa, arreglando el grifo que goteaba…

Apartó la mano y se irguió sobre sus piernas. Observó mejor a su alrededor. Continuaba en su bañera, pero era ilógico que se hubiese empañado la mampara. No había abierto el agua, y sin embargo caía de algún lugar. Dobló el cuello haciendo que sus ojos contemplaran el techo, si es que en aquel agujero cuadrado que se abría al cielo era donde debiera estar su techo.

Dejó escapar su aliento. Una voluta de vapor se formó delante de sus labios. Las gotas caían por su rostro muy lentamente, frías. Caían de aquel cielo, sin ninguna duda. Con la boca abierta, se decidió empujar el cristal, que con un crac, cedió.

¿Cuándo había ocurrido aquello? Un manto de nieve lo cubría todo, una niebla densa no dejaba ver más allá de un par de metros. ¿Qué magia había traído el invierno? ¿Qué magia le había sacado de su baño y le había dejado allí? ¿Qué magia existía capaz de obrar así?

<<La mía>>.

Escuchó una voz grave, autoritaria y con un eco que resonó por todo el lugar. Sobre el borde de la pared de su bañera, se erguía una silueta de mujer. De ojos pétreos y rostro de porcelana. Su melena blanca flotaba a su alrededor, formando un halo. Vestía diferentes pieles de osos polares y sus botas hechas de escamas de algún animal mitológico cubrían sus piernas finas hasta las rodillas. El cetro en su mano centelleaba furioso.

Él lo sentía, no debía estar allí. Y, por alguna razón, sabía que había sido llamado.

Abrigar al frío

El invierno ha llegado a los oyuelos de Silvia. Siente que se le eriza la piel y que se estremece su sonrisa. Tengo que ir a comprarme una bufanda. Una que me cubra casi toda la cara. A Silvia no le gustan los gorros ni las orejeras, por lo que cuando hace frío solo se le ven los ojos asomar por encima de una gruesa tela hecha de lana.
Una vez en casa, un ronroneo le llama. Liss, su gata, le saluda con los bigotes. No se levanta del cesto porque está calentita. Se ha acercado el cuenco de la leche para no tener que andar hasta el otro extremo de la cocina y enfriarse. Silvia acaricia su lomo y le transmite estrellitas de ternura. Pronto llegará la navidad. ¿Qué puede querer un gato para Papa Noel? ¿Un juguete nuevo? Quizás detrás de esos ojillos achinados no desee nada más que estar conmigo.