Era un hueco estrecho y nevado entre dos montañas, que caía como cae el pájaro herido. La grieta no era tan ancha, así que hasta ahí habían llegado los gritos, la sangre y el acero. Los había detenido, empujado al suicidio que era enfrentarse contra enemigos tan numerosos.
El paso de los días y de las batallas habían ensuciado el blanco manto y habían desperdigado espadas, escudos, banderas y cuerpos por aquel reducido valle.
Y allí fue también donde pereció, atravesado por flechas. De nada le sirvió la coraza, aquella armadura que siempre llevaba encima, como si fuera una cantimplora de agua. Para él era tan necesaria como el aire.
En su rostro, se reflejaba una tristeza terrible. El peor de los sentimientos, el de la derrota. El de la huída de la esperanza y de la valentía, de todo por lo que un día sintió que luchaba. Sus alas, enredadas y partidas, sucias y arañadas, no le pudieron sacar de la emboscada. Sucumbió con la virulencia de un viento huracanado: sin verlo venir, de golpe.
Podría ser esa una buena metáfora. Que había muerto en una batalla entre seres celestiales, pero no era así. No existen. Aquí las armas son las palabras. Ellos habían acabado con su vida. De él siempre habían cogido sus sonrisas, su calor, y habían deshechado sus inviernos. Detestaba a la gente que solo quería sus primaveras: flores, días soleados, poesía y buen humor. Eso no era amor. Eso nunca crecería ni enriquecería.
Pero ahora, que cuento esto, no existo. No para él. De nada sirven mis caricias, mi empeño. Le han destruído.
Había caído en su propia grieta, en su vacío. Aunque yo hubiera construido murallas, habría ocurrido igual. Lo he intentado todo, pero no he podido protegerle. Ya no puedo salvarle.
Las palabras son más afiladas que las flechas. Desangrado, mi ser celestial ya no deseaba volver a mirar hacia arriba. Pues el dolor había llegado y le atravesaba de lado a lado.