Injusticia

A veces el suelo cruje bajo nuestros pies, como si hubiésemos llegado de pronto a un invierno y el lago en el que flotábamos se hubiese congelado. Cruje como si la capa de hielo no fuese lo suficientemente gruesa. Ese eco que retumba al agrietarse nos sacude por dentro y despierta todas las palabras de ruego que conocemos. No queremos caer. No queremos que nuestro mundo se rompa. Pero, inevitablemente, a veces lo hace y nos lanza a la incertidumbre, a la desolación, al vacío.

Y pensamos que la vida no es justa. Que siempre está preparada para el golpe. Para dar. Para arrebatar y dañar.

Quizás sí que esté siempre preparada. Pero no solo para borrar un día del calendario, si no para regalar, a veces, uno más.

Bailarina

Embelesada, Bailarina miraba el skyline de Madrid. Subida en aquel monte alejado del mundo se sentía protegida, a salvo de los demás. Con el mundo en silencio. Observaba las luces de los hogares donde familias, parejas y seres de otros lugares compartían un ratito de existencia junto a la mesa o al sofá. Ajenos al ruido. Cada uno con sus alegrías, sus miedos y sus sueños. Con sus tropezones y caídas. Con su vuelta a empezar. Le gustaba mirarlos desde aquel lugar privilegiado que había descubierto, casi por casualidad, una noche de sobrecarga. Observarlos y con ello sentir la libertad de imaginar su propio destino, olvidarse de la tristeza que en los días grises enmarañaba todo.

Se removió en el banco y con la mirada puesta en el horizonte, dejó que sus pensamientos volaran. Tristeza, felicidad, miedo… porque todo iba de eso, ¿no? Así se llamaba el juego, sentir. Ante esta idea, exhaló el aire de sus pulmones y confirmó la ecuación. Necesitaba moverse, recargarse, respirar de nuevo. Desentumeció sus músculos y en la oscuridad del montículo comenzó a mover los pies, muy despacio, con dulzura, sintiendo la música en su interior. Consciente de sus movimientos, cerró los ojos y se entregó a aquella pasión que nadie entendía. Aquella danza nocturna que iluminaba su presente.

Bajo aquel manto de estrellas y tan sólo agazapado unos metros más atrás, no pudo contener una sonrisa. Bailarina no sabía que su vaivén había tocado un alma con los dedos, desprendiendo luz con cada movimiento. Adoraba a su hermana. Sabía que aquél extraño baile era su vía de escape y sin querer importunarla, todas las noches se escapaba para estar a su lado, siempre unos pasos más atrás. Durante las horas de sol se limitaba a abrir los brazos para que Bailarina corriese a refugiarse en ellos. La salvaje y oculta cascada tras el bosque, el rayo que precede a la tormenta. Así era ella. Salvo en aquellas huidas nocturnas. Cual vampiro esperaba a la luz de la luna para encontrarse con su verdadero yo, el que no se escondía de la mirada de los demás. La Bailarina real. Y observar esa paz, amparado por el abrigo de la noche, era el acto más egoísta que cometía. Pero no lo podía evitar. Cuando la luz se iba y acudía a su escondite secreto, llenaba de fuerza su corazón hasta el día siguiente. Cuando ella, para poder continuar, lo apretaba con la misma pasión que le ponía a su mágica danza.

 

Descenso

Otra vez he bajado las escaleras que me llevan a aquella piscina donde no hago más que ahogarme. Donde no hago pie, donde parece que en mis bolsillos solo cargue piedras.

Piedras, que son las palabras. Aquella que duelen aunque se digan sin maldad, aquellas que se dicen con condescendencia, las que se sueltan sin pensar. Las que te parten y te doblan y te extinguen un poquito más.

Sé que bajo el agua es imposible respirar y, aún así, mis pies siguen llevándome al mismo destino. Me sumerjo, me pierdo y duele verlo.