Roma Antigua

Existió una vez un hombre cuya leyenda perduraría por el resto de los años. Su nombre era Russell y su estigma era la lucha. Su espada dobló la de los demás durante tantas batallas que su voz era escuchada por todos. Nadie sabía su pasado, pues venía de una familia pobre que apenas tenían para comer y lo abandonaron a los pies de una casa rica. Sin embargo aquella familia no se haría cargo del niño porque nunca abrirían la puerta. No antes de que aquella mujer morena con instinto maternal se lo llevara primero.
No vivió con holgura pero nunca le faltó lo indispensable. Y creció con educación. Acudió a la escuela, aunque la dejó muy pronto. La guerra le llamaba y contestó a su llamada alistándose.
Sus años gloriosos no pasaban y se hizo con un puesto tan alto que le llegaron a adorar como un Dios. Pero nunca se sentía satisfecho, siempre aspiraba a más.
Un día llegó a un poblado en el que una hechicera le leyó la mano. Descubrió que su corazón era fuerte pero que estaba vacío. Nadie ocupaba su lugar, y se estaba muriendo. Se apagaba lentamente porque era incapaz de sentir. De tanto matar se había inmunizado al dolor, a los sentimientos.
Mandó apresar a la mujer ya que él no creía en la brujería. Pero al poco enfermó y estuvo mucho tiempo en cama. Tanto que perdió el rumbo del tiempo. Dormía de día, apenas comía, empezó a dejar de hablar y solo cavilaba con un ejército imaginario sobre estrategias militares.
La mujer mayor murió y al poco, lo hizo también Russell. Los corazones no se llenan solo de satisfacción, victoria y logros. El corazón es exigente y necesita muchos otros cuidados. Lo subestimamos demasiado. Pensamos que siempre estará latiendo, como nosotros no lo controlamos, seguro que él solito sigue bombeando. Pero un día puede cansarse, puede agotarse la fuente de la que tira para obtener la energía. Y entonces se detendrá y como mortales, tendremos que agachar la cabeza y dejarnos flotar. 

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