La casa de la bestia

Golpeaste la puerta con las manos. Con esos puños sudorosos y machacados de pelearte en el bar con cualquier otro borracho. Con la intención de derribar todo lo que se cruzara por delante tuya.

El olor a alcohol traspasaba las paredes y a cada sacudida, abrazaba con más fuerza a mi madre. Aquella situación parecía que la desconectaba de la realidad y se quedaba sin fuerzas siquiera para mantenerse en pie. No podía dejar que se durmiera como en otras ocasiones. Sabía que la puerta aguantaría bastante porque era la tercera vez que la habíamos cambiado. Yo me aseguré de reforzarla.

Zarandeé a mi madre. Me miró y pareció, por un momento, tener la intención de hacer como en otras ocasiones: decirme que me quedara allí y salir para calmar los apetitos de la bestia. Pero sus ojos se mostraban cansados y su cuerpo débil.

Golpeaste con tanta furia la puerta que pensé que las bisagras cederían. Dejé a mi madre apoyada contra la pared y abrí la única ventana del cuarto. Yo podría bajar escalando y pedir ayuda, pero temía que el animal entrara y acabara con mi madre. Ella se dejaría llevar al otro lado sin dudarlo. No era consciente de dónde estaba ni de lo que pasaba.

Pero las sacudidas cesaron y te escuché jadear agotado. Escuché tu cuerpo en el pasillo arrodillarse y llorar. No salté por la ventana ni huí. Me acerqué a la puerta y me quedé esperando para oír tu arrepentimiento, que no tardó en llegar.

Cuando te fuiste de casa a la mañana siguiente, mi madre recobró la lucidez necesaria para hacer las maletas y marcharnos. Por si te lo preguntas, no te equivoques, no te abandonamos. Tú nos echaste.

Un comentario en “La casa de la bestia

Deja un comentario