El castillo de la colina

Con zancadas largas y presurosas, sus pies embutidos en unas botas de goma negras ascienden por la ladera de la colina. La hierba, bajo sus pasos, se comba. Como si por propia voluntad se tumbara al sol y quisiese broncearse. O como si se inclinara ante la presencia de un rey que vuelve al reino tras una ardua batalla y una gloriosa victoria.

Pero Selene, a pesar de regresar, no siente que haya nada glorioso en haber dejado pasar tanto tiempo para volver. Para situarse en aquella ladera que sintió sus primeros pasos y los últimos. En la que bajan a una velocidad pasmosa los miles de recuerdos, tan nítidos como si pudiera ver cada una de las veces que Leo, Santi, Laura y ella se dejaron caer rodando por la hierba.

Aquellos amigos habían quedado atrás al mismo tiempo que ella le dio la espalda a la colina. Justo a aquella colina, la que sostenía el castillo. Un armatoste derruido que había perdido su forma. A través de uno de los boquetes abiertos en uno de los tejados, se filtraba un rayo de un intenso naranja. El atardecer siempre jugó con ella, y aún hoy la saluda con intensidad, como si la reconociera.

No niega que le gustaría regresar a aquel tiempo. En el que no tenían respuestas, dado que sus preguntas eran infinitas. En el que se sentaban a merendar, a jugar, a beber hasta altas horas de la madrugada. El aire arrastraba aquel olor familiar, fresco y lleno de añoranza. Echaba en falta a sus fantasmas, la inseguridad y la temeridad. Incluso si pudiera regresar al momento en el que se rompió la pierna con 15 años, habría dado cualquier cosa.

Porque había regresado a aquellos años conforme subía por las amplias carreteras, como si hubiese dado un salto en el tiempo. Pero sola. Como si hubiese dado a parar a un pueblo fantasma.

Descendió la ladera con el sol perdiéndose, rindiéndose. Llevándose con él su calor, los buenos recuerdos, la vez en la que allí le rompieron el corazón, su primer beso, los pasos inciertos, las risas, los sustos, las confidencias a media voz, la forma en que la juventud la hizo sentir.

Año nuevo

Dieron gracias al tiempo, al sol que les iluminaba,
a la primavera, que con su manto, su amor ocultaba.
Maldijeron septiembre y el otoño, las hojas que se secaban,
el manto, que de tanto esconderse, al final perdió su magia.

Maldijeron ser descubiertos y arrastrados a no verse,
y a las manos que alzaron muros, cárceles de meses.

Aquel día que acababa el año, acababan también sus vidas,
marchitadas por el dolor y sus recientes heridas;
abiertas por siempre, aunque pasaran cien años,
que un amor es eterno, aunque comience en verano.

Jamás cambió la suerte, y maldijeron su destino,
no cerraron sus puertas por si cambiaba su sino,
pero el tiempo, imparable en su avance, seguía su ritmo,
y los encontró en diferentes años y diferentes caminos.

A uno se lo llevó de pena, de los agujeros en su alma,
a ella de las arrugas que, una tras otra, inundaron su cara.

Hilos rojos

Dicen que el destino ha tejido las almas de las personas que están predestinadas con un hilo rojo. No se sabe con qué propósito ya que algunas, a pesar de todo, no podrán estar juntas.

Pero en mí ha dado unas puntadas tan exactas que puedo tocar los bordes y sentir su rugosidad. Y al mirarle a él veo claramente su halo tintado de pequeñas marcas rojas a su alrededor. Sin duda alguna aquello nos hace abrir los ojos ante el amor, querer sentirlo, querer tenerlo. Se dilatan nuestras pupilas. Nuestras manos tienen dependencia. Nuestra piel se queja.

Siento que en la distancia esas puntadas tiran. Y en la cercanía se sueltan para unirse. Y en esa fusión se desenredan los besos de quien extraña, los abrazos de quien ama, las palabras de quien venera. Y aunque aquel hilo nos pacifique y a veces nos duela, y aunque durante mi vida sea atravesada por mil cuerdas, mis manos solo se empeñarán en seguir una.

La nuestra.

No cruces la línea

Había nevado durante toda la noche, así que la plaza estaba cubierta de un manto blanco brillante. Sin embargo aquella franja negra quedaba a la vista, dividiendo las dos partes de la ciudad. El pequeño Klaus, con su pelo cortísimo y rubio, y sus grandes ojos azules, había salido despavorido de la escuela para poder jugar con la nieve que había visto desde las ventanas. Él vivía en la parte más amplia, la plaza que quedaba al otro lado era apenas del ancho de una acera.

Divisó a una niña mayor que él observándole quieta, pegada a la pared de la estrecha calle que daba a aquella diminuta porción de terreno. Klaus levantó la mano, envuelta en sus manoplas azules claro y sonrió. Tenía la nariz y las mejillas rojas del frío, pero eso le divertía. Sentía la piel extraña cuando se la tocaba, como adormilada.

Se acercó a la línea divisoria. Medía unos 30 cm de ancho, y su longitud no alcanzaba la vista. Era una enorme cicatriz cuyos lados no eran paritarios. La desigualdad era evidente. Otros niños aparecieron en la plaza, a espaldas del pequeño y comenzaron a jugar lanzándose nieve, haciendo muñecos tan blancos como sus dientes de leche y riendo a carcajadas.

Pero Klaus no les prestaba atención. Sus ojos, que parecían el océano, observaban a la niña del otro lado de la línea. Llevaba un abrigo gris y un gorro de lana con orejeras que caían sin gracia aplastando su melena castaña. Al cuello, como una serpiente escuálida, se disponía una bufanda de punto grueso por el que se colaba el frío viento.

El niño sabía que estaba prohibido cruzar aquella franja. El simple hecho de no haber quedado cubierta de nieve ya era un presagio. Cuando iba con su padre no le dejaba ni siquiera mirar hacia el otro lado. No entendía por qué los mayores hacían que no existía. Como si hubiese una pared.

«Hola», saludó Klaus.

La niña se acercó con cautela, adentrándose en su reducida plaza de nieve virgen. Miró a ambos extremos de la calle antes de aproximarse más. Se quedó a un metro de la línea y observó a los niños del otro lado.

«Juega con nosotros», le dijo Klaus sonriéndole.

«No puedo», contestó ella. «Está prohibido cruzar la línea».

Klaus bajó los ojos a la franja negra y apretó sus finos labios. Los tenía congelados. Entonces alzó su mirada traviesa y plantó su zapato en la franja. Los dos esperaron un instante conteniendo la respiración para ver si algo ocurría. Y como todo seguía igual, Klaus cruzó al otro lado, rodeó a la niña riendo y regresó poniéndose en frente de nuevo.

«¿Ves? Puedes venir».

Ella alzó el brazo y le rozó la nariz enrojecida. No le dio tiempo a pronunciar nada, aunque abrió la boca para hablar. Aquel gesto tan inocente, fue lo que acabó con su vida. Cayó de espaldas, fulminada por una bala que vino de algún lugar. Klaus se apartó de la línea con los ojos como platos, contemplando el horror, el verdadero horror de quien no entiende la desigualdad. El por qué para unos hacer algo prohibido no tiene consecuencias y para otros les supone su fin.

Quiero ser tu héroe

A veces me gustaría volver para salvarte, para salvarnos, porque aún tengo muchas cosas que quiero decir.

Escucho tu voz, casi como un susurro, como si el viento la trajera y me dijera que no hay nada que pueda hacer para arreglarlo, para responder a tus preguntas. Las que se clavan  en mi pecho como si tus lágrimas se hubiesen convertido en cristal. Me agujerean y me destrozan porque sé que sigues derramándolas. Aunque sé que irme fue lo mejor que pude hacer.

Siento que estás en el suelo, que el mundo te ha dado la espalda y estás atravesando un túnel. Sé que si te lo hubiera pedido, me habrías esperado, que lo habrías dado todo. Te habrías sacrificado por mí sin dudarlo. Y eso es lo peor de todo: que me querías. Y no podía permitirlo.

Yo era el de los poderes. El que nunca estaba. Te hacía sufrir cuando me iba,  también cuando me quedaba porque sabías que no sería por mucho. Ojalá pudiera encontrar la manera por la que todo volviera a ser como antes.

He dejado que mi corazón se degrade en un gris monstruoso. Me sorprendo conteniendo el aliento sin darme cuenta para que mi cuerpo se espabile por sí solo. Sé que si me miraras, si tan solo tus ojos chocaran con los míos, me revivirías. Pero no puedo hacerte esto.

Déjame soñar solo un instante. Porque sería el hombre más feliz si te salvara a ti mil veces. Si después, recibiera mi beso por la victoria.

Pero no sé cómo, a pesar de llevar la heroicidad en mi sangre, al final siempre eres tú. Siempre consigues aparecer en mi mente y detenerme en mi estupidez. Siempre cosigues ser mi salvación.

Mentes ruidosas

Dicen que las personas calladas son las que tienen una mente más ruidosa. Empecé a creerlo cuando la vi. Llevaba todo el pelo echado hacia delante, como si quisiese ocultarse al mundo. Quedarse tras las lianas que la protegían de las fieras de esta selva en la que vivimos. Aprisionada en su celda, su recodo personal, su pequeño espacio de seguridad.

Normalmente no me quedo observando a las personas en el tren, pero ella estaba sentada justo en frente. Miraba hacia el suelo, y yo no podía apartar mis ojos de aquella expresión imperturbable. Y justo cuando me dirigía a desviar mi mirada, sus ojos me atraparon. Se alzaron con una contundencia que jamás había experimentado. Como si una fuerza externa me hubiese pegado al asiento, como cuando despega un avión y se aprieta tu espalda contra el respaldo. Sentía mis pupilas estar ligadas a las suyas, a esos ojos que se hacían cada vez más grandes, como si quisiesen devorarme, introducirme en el mundo que tan solo ellos podían ver.

Entonces caí como caía Alicia por aquel agujero en la tierra. Caí asombrado por lo que iba encontrando, porque más que la realidad al revés, era otra completamente cuerda y diferente. No comprendí dónde me encontraba pues daba exactamente igual. Aquel increíble lugar me tenía aferrado a sus detalles. A la frondosidad de su ternura, a la fiereza de sus colores.

La confusión llegó cuando ella se levantó del asiento y se bajó en su parada. Me había quedado completamente en blanco, vacío y rígido. Como si se hubiese llevado mi alma, mis sueños, mi vida entera. Como si todo lo que yo era se hubiese caído realmente en su mirada y a mí ya no me quedara nada.

Cuando vaya a por ti

La lluvia no arreciaba. Era una tarde oscura, con una cúpula de nubes negras que no hacían más que descargar rayos y agua. Me había calado hasta los huesos esperando en la parada del autobús porque no llevaba paraguas. Tiritaba tan fuerte que hasta los dientes me castañeaban. Me abrazaba intentando conservar el calor, pero escapaba de mi boca por el frío que empezaba a crecer en mi estómago. Un malestar preso de la impaciencia y la incomodidad.

Subí al autobús en cuanto se detuvo enfrente y me sequé la cara con las mangas para saludar, de manera más o menos decente, al conductor. Me echó una mirada desaprobatoria. Entendía por qué, pero yo lamentaba más que él, el haberme olvidado del paraguas. Iba a pillar un resfriado serio.

Me senté cerca de la ventanilla que daba al otro lado de la calle. Suspiré aliviada al sentir el calor que salía del diminuto conducto de calefacción. Justo apuntaba a mis pies, los más perjudicados. Los había metido por completo en dos charcos que, en mi carrera por llegar a la parada, no había visto.

Me acomodé en el asiento y observé la acera de enfrente. Había una persona esperando. Se había puesto la capucha de su sudadera negra y cruzaba los brazos en su pecho. Lo extraño era que ahí no había una parada de autobús. Pero permanecía imperturbable mirando hacia aquí, como si estuviese convencido de que ahí también le recogerían a él.

El autobús se puso en marcha y en unos 20 minutos llegué a la parada que había cerca de mi casa. Era una suerte tener el trabajo a tan solo un bus de distancia. Incluso lloviendo y sin paraguas era una maravilla poder contar con transporte directo. Así que me bajé y corrí de nuevo hasta el pequeño jardín delantero. Abrí la verja. Los relámpagos se sucedían uno tras otro, iluminando la acera y mi puerta.

En el recibidor me quité el bolso empapado y empecé a sacar todo su contenido esperando que no se hubiese mojado nada. Me quité el calzado, los calcetines, el abrigo, y me metí en el baño en busca de una toalla para secarme un poco. Me desnudé y metí todo en la lavadora. Nunca hay que fiarse del agua de lluvia. Cuando se seca te deja unas manchas feísimas.

Cuando me erguí, me fijé en que los cristales estaban empañados. Llovía como si no hubiera mañana. Con la mano desempañé una pequeña franja en un extremo. El que daba al callejón larguísimo donde vivía un compañero que hoy no había ido a trabajar porque estaba con gripe.

Di un respingo al contemplar una silueta inmóvil casi al final de la calle y, como si se hubiese regocijado con mi pequeño susto, las luces hicieron lo propio y se apagaron.

Me acurruqué en la esquina con el corazón en un puño. Solo era un apagón debido a la tormenta. No podía petrificarme cada vez que algo inesperado sucedía. Era adulta, con trabajo y casa propia. Y, además, la oscuridad no era plena. Los relámpagos iluminaban intermitentemente mi cocina.

Alcé la vista y entonces lo vi. En el cristal apareció una palabra que me dejó en el sitio, con los ojos como platos y un hormigueo recorriéndome el cuerpo. Se me cortó la respiración y sentí que me mareaba. Antes no había nada escrito, lo había comprobado cuando pasé la mano por el cristal. Pero ahora rezaba una palabra clara y concisa: corre.

El sonido de un rayo atravesó mis tímpanos y mi cuerpo entero. Me encogí sintiendo que me faltaba el aire. Mis ojos volvieron al cristal con el temor de encontrarle sentido a esa palabra. Aquel individuo con la sudadera negra y la capucha puesta ahora me observaba. Había entrado en mi jardín.

Amoldar el corazón

Le dije que probara a introducir su pez en un vaso de agua, y después que lo volviese a meter en su pecera. El pez se estuvo quieto, resignado en su pequeño espacio, procurando acomodarse a ese recinto estrecho donde apenas podía moverse. Una vez regresó a lo que él reconocía como su hogar, comenzó a nadar y recorrió de nuevo todo aquel terreno conocido.

Le dije que imaginara si lo soltara en el mar. Qué de cosas podría hacer. Qué de espacio para moverse e interactuar. Entonces, cogí su mano y le atraje hacia mí dándole un cálido abrazo.

<<Ocurre lo mismo con el amor>>, le conté. Y él entonces volvió su rostro hacia mí, intrigado por mis palabras.

<<No lo entiendo, abuela>> admitió, esperando que me explicara.

<<Cuando una persona se da cuenta de que quiere a otra, siempre actúa de la misma forma. Intenta por todos los medios quedarse lo más cerca posible, atesorando cada momento, y vaya que es correspondido ese acercamiento. Pero si ese amor crece, muchas personas no saben que han de amoldarse, pues de otra forma, ese amor, como tu pez, acabará por empequeñecer, por quedarse quieto. ¿Entiendes ahora mejor?>>.

Él bajó la cabeza, pensativo. Se restregó la nariz con la manga de su jersey y luego volvió a alzar la cabeza para preguntar:

<<¿Crees que eso es lo que le pasó a mamá? ¿Que se marchó porque papá no dejó que creciera?>>.

Iba a decirle que sí. Y no solo eso, pues tenía muchos reproches más. Pero el niño ya había pasado un calvario con su separación. ¿No había sido suficiente castigo que se hubiesen deshecho de él y dejárselo a ella para que lo cuidara?

<<Hay muchas razones, mi tesoro. Tu madre siempre fue gaviota y tu padre agricultor. Una surca los cielos en libertad, mientras otro se queda en el mismo sitio viendo su fruto crecer. No son muy compatibles, ¿entiendes? Ninguno va a perder su naturaleza por estar con el otro. Tienen que encontrar a alguien que sea completamente igual>>.

El niño suspiró.

No iba a ser ella la encargada de matar el deseo de amar de aquel muchacho. Se daría cuenta cuando creciera de que las cosas no son como en los cuentos. Y, si tenía suerte, quizá sí que descubriera que los cuentos tienen más de verdad que la vida misma.

Nunca de un artista

No te enamores de un artista. Nunca. Jamás.

A no ser que quieras convertirte en inmortal.

Si no estás dispuesto a correr ese riesgo, aléjate. Pues si le das pie, si entras en su vida, te convertirá en arte. Serás protagonista de tantas obras diferentes: serás poema, serás escultura, serás relato, serás ilustración, serás novela, serás mil veces musa.

Y todo ello sin tu consentimiento. Horroroso, ¿cierto? Así que si quieres conservar tu integridad, tu personalidad, no te dejes derretir por sus palabras. Él te transformará en diosa, en arpía, en algo informe, en la definición exacta del amor, y del desamor también. Te desdibujará, te moldeará como un trozo de plastilina hasta que te veas como él te ve. Te hará ser parte de una encadenación de adjetivos, quizá de sustantivos o de verbos. Serás hojas y hojas arrancadas a propósito y con despropósito, con delicadeza y con rabia. Serás escrita y borrada. Serás tinta, números, color.

Pero si no quieres desaparecer nunca de la mente de alguien, enamórate de un artista. Porque serás siempre, siempre, inspiración.

La duplicidad del adiós

Hay palabras que no tienen un significado positivo. Que directamente marcan con una nota clara la inevitabilidad de su definición, como la muerte. Y hay palabras que son ambiguas, que dependen de la situación, de las consecuencias o de quién las diga.

Esto es lo que ocurre con la palabra adiós. Es confusa, indeterminada, imprecisa. Puede resultar ser un hasta luego o un no nos volveremos a ver jamás. Y ese miedo es el peor que alguien pueda sentir, el de la incertidumbre. Porque siempre cuando se piensa en el dolor, es más intenso en nuestra imaginación que cuando en realidad se siente. La mente nos tortura y nos pone sobre los hombros el peso de la culpa. ¿He dicho o hecho lo posible por darle  a esa palabra la connotación menos tajante? ¿Ha quedado claro que no quiero que sea un adiós definitivo?

Y, aunque a veces se haga todo lo posible. Es la vida quien tira del hilo de las despedidas y vuelve fulminante su definición. Por mucho que quieran las personas. Por mucho que hagan. A veces el adiós se impone como una barrera imperturbable, como la única y descorazonadora solución.